Rusia, o mejor dicho Moscú, tiene un sabor especial. Tiene un no-se-qué irrepetible, que le hace única ante tanta gran ciudad, que con el tiempo he ido conociendo. Sus gentes son serias, grises, tranquilas, inmutables, sus calles son siempre concurridas de almas que van hacia un rumbo determinado. Sus casas son cubículos en edificios altísimos, destartalados, de colores sin brillo, sucios por el permanente reflejo de las nubes que siempre acorralan el cielo de Moscú. Las calles de la ciudad no son uniforme; las calzadas con vías para tranvías, están siempre llenas de barrizal; los coches que en verano (sólo verano) están limpios, ahora van cubiertos hasta el techo de agua-barro sucísima, con sólo los espacios de los limpiaparabrisas que permiten ver a los ocupantes del coche.
El impresionante metro de Moscú, lleno a rebosar por lo práctico, largo y barato que es, sigue siendo igual de veloz entre estación y estación. Con refrigeración en invierno, a veces asusta por la velocidad que coge. El metro no para de transportar y transportar. Corrientes humanas van cada día, a cada momento por los miles de túneles subterráneos, y por las empinadísimas escaleras mecánicas que los conectan.
Dieciocho millones de habitantes en Moscú, hacen que la ciudad –enorme- parezca siempre un hervidero. En esta época, las calles principales están decoradas con banderolas con los colores de la bandera rusa, y con muchas lucecitas de colores, árboles de navidad inmensos y parafernalia que no te evita de suspirar por la cantidad de gente, que sólo sobrevive en este Moscú que nos quieren vender como opulente y rico. No todo son maravillas, tienen la llave del Gas Natural de media Europa, pero todavía no han encontrado su propia piedra filosofal.
En la habitación de hotel y esperando a mañana para volver a Barcelona, mirando por la ventana me encuentro un verdadero Monasterio Ortodoxo, en funcionamiento, restaurado, iluminado y habitado. Un poco más lejos, diviso una Central Eléctrica con ocho chimeneas, que nunca para de soltar un humo muy gris, muy espeso. A mi derecha, sobresale el ala derecha del hotel, un mazacote de cemento de principio-mitad del siglo pasado, que tiene seis plantas y que ahora está iluminado por minilucecitas de colores que cíclicamente cambian de colores y suben y bajan en intensidad. A mi izquierda, la Iglesia Ortodoxa acabada de pintar con un blanco nuclear, con sus cúpulas acebolladas verdes, con todos los acabados dorados y relucientes. A su lado, un renovado edificio Ministerial del que no podría precisar su uso. Y por cualquier lado que miro, siempre aparecen banderas o motivos, con tres colores básicos, el blanco, el azul y el rojo. Por si tienes alguna duda de dónde estás, o por si no te acuerdas que estás en el país que antes era de la hoz y el martillo.
Y como última novedad en este viaje, contaré lo que me han explicado del derribado Hotel Rossija, en la misma entrada de la Plaza Roja de

Y desde aquí un saludo especial, desde un país especial, para mis especiales lectores.